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(captura de youtube)

Szyszlo, el último testigo

Una remembranza acerca del recientemente fallecido pintor peruano, quien fuera el único sobreviviente de un grupo de amigos y artistas que participaron en la recomposición de la cultura peruana contemporánea.

Publicado: 2017-10-11


Las sucesivas pérdidas de los poetas Raúl Deustua (2004), Javier Sologuren (2004), Jorge Eduardo Eielson (2006) y Blanca Varela (2007), todos ellos miembros de un grupo de amigos que durante los años cuarenta, en Lima, se estableció como el más determinante dentro del circuito cultural local, propiciaron que el pintor Fernando de Szyszlo, el único del grupo que permanecía con vida, se convirtiera en la memoria absoluta de aquella época, de aquella Lima, de todos ellos, en suma. Hasta antes de la llegada del nuevo siglo, el único que había fallecido era, el también poeta, Sebastián Salazar Bondy, en 1965, convertido, no obstante, en uno de los intelectuales públicos más activos del país.

Moldeado en distinto grado por dos artistas como Emilio Adolfo Westphalen y José María Arguedas, este grupo de amigos fue el núcleo del movimiento de renovación, de modernidad cultural, que se experimentó en el Perú, tras el término de la Segunda Guerra Mundial. Aunque estuvieron pendientes de diversas disciplinas, desde la arquitectura hasta la música, su impacto resulta más notorio para el caso de la poesía peruana. De hecho, existe un tácito consenso en considerar a esta promoción como uno de sus momentos más gloriosos, tal vez el último de su magnitud, debido a la peculiar concentración de figuras escribiendo en un mismo periodo.

Sin embargo, para principios del siglo XXI, en apenas un par de años y medio, solo quedaba Szyszlo. Estas circunstancias explican por qué su partida, ocurrida el 9 de octubre, significa irremediablemente la desaparición, no solo de un artista de sus características, ni de un hombre con sus convicciones, sino también de un mar —cada vez más denso y oscuro— de recuerdos propios, de sueños colectivos, de nuestra historia.

Motivado por conocer con mayor profundidad la conflictiva vinculación de este grupo de amigos con su ciudad natal, manifiesta en muchos pasajes de sus obras, comencé, en 2011, una investigación sobre su tiempo de vida en Lima. Es debido a esta investigación que tuve la oportunidad de entrevistar en dos ocasiones a Szyszlo. La primera ocurrió en la media tarde de un templado domingo de diciembre de 2012. La otra, sostenida en mayo de 2015, también fue en su casa de San Isidro, un lunes antes del almuerzo.

Las grabaciones que conservo me permiten recordar hasta ahora cuál fue, en distintos ratos, el ritmo de su testimonio, si apresurado o demorado; cuál la entonación y el énfasis que le dio a ciertos pasajes de sus respuestas; cuál —en fin— la textura de los más variados hechos a los que su conciencia volvía a palpar por causa de mis preguntas. Y así como era capaz de enumerar una serie de acontecimientos con asombrosa precisión, también sucedía que sus vacilaciones, errores y silencios erigían significados aún más complejos que los que sus palabras conseguían proveerme.

En ambos casos, noté que detrás de sus declaraciones se hallaba, ocupando una posición preponderante en su interior, una emoción específica. En el diálogo realizado en 2012, la voz de Szyszlo —tal como la oigo— es firme y muy clara, y aquí un tópico que aparece una y otra vez es el de la inminente llegada de la muerte. De allí que, impulsado por esa invisible presencia, decido preguntarle: «¿Qué sentimientos le provoca esta relectura, esta revalorización, que se viene haciendo de su generación?». A lo que Szyszlo contesta: «Bueno, usted sabe, todo es melancolía. La sensación del paso del tiempo. No son sentimientos tristes, pero sí melancólicos y de pérdida, ¿no es cierto? ¿Qué cosa decirle? Irrecuperable. Verá, yo no creo en nada. Me da pena ya no volver a ver a Javier Sologuren o Jorge Eielson, a Sebastián, que lo quería tanto…». El silencio posterior que duró algunos segundos no hizo más que reemplazar oportunamente a las frases de afecto que sin duda iban a surgir.

En cambio, en la charla de 2015, mientras que la voz de Szyszlo se escucha entrecortada y cansina, su actitud y su semblante —que todavía diviso— dejaban sentir el vigor que parecía suscitarle el hecho de regresar, siquiera por unos momentos, a aquella época en la que él comenzó su periplo como creador. Le pedí que en un plano de Santa Beatriz marcara los lugares donde se ubicaron las casas de sus compañeros generacionales. Lo hizo.

los trazos de szyszlo indican la ubicación de las casas de sus compañeros generacionales en santa beatriz (2015)

Después le pedí que me repitiera los nombres de los protagonistas de una fotografía tomada en aquellos años, en los que aparecen el propio Szyszlo y Jorge Eduardo, y Sebastián, y Javier, todos ellos muchachos risueños por el alcohol que habían consumido en el chifa de la calle Capón donde se hallaban. También lo hizo. Aunque, no sin antes dejar de indicar que cada uno de esos muchachos —a excepción de él, por supuesto— ya había fallecido: «Muerto, muerto, muerto, muerto», se oye en la grabación.

En un chifa de la calle capón, Sebastián salazar bondy, jorge eduardo eielson, javier sologuren y fernando de szyszlo rodeados de amigos que también eran poetas y artistas plásticos (1945)

Le mostré las fotografías extraídas de diarios de la época o encontradas gracias a la Internet. Los personajes aparecidos en ellas, los rincones de la ciudad capturados en ellas, su propio rostro y el de sus amigos preservados en ellas debieron encender, en esas habitaciones de su memoria que el tiempo había tapiado, alguna luz. La grabación corre y oigo esta pregunta que le hago: «¿No le llega a incomodar que haya gente que venga a hurgar en su memoria?». Szyszlo se ríe —¿tal vez para disimular su respuesta real?— y contesta sucintamente: «No». Probablemente, era consciente del rol que le tocaba desempeñar ante nosotros: el de ser el último —nuestro único— testigo de una época plenamente vigente, plenamente extinta.

szyszlo revisa el plano de lima a través de su ipad (2015)

La última vez que crucé palabras con él —apenas un grato intercambio de saludos— fue en la inauguración de la exposición que la Casa de la Literatura había preparado sobre la obra de Blanca Varela. Esto ocurrió una ajetreada noche de agosto de 2016. Ese mismo día, pero por la tarde, había estado tomando fotos en Santa Beatriz, el mismo barrio que recorrieron Varela y Szyszlo —y los demás del grupo— cuando jóvenes. Aproveché que el azar me permitió estar a un metro de su persona y le tomé las que serían mis últimas fotografías de él.

(2016)

(2016)


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